domingo, 20 de noviembre de 2011

Una modestísima historia-1ª parte

                Había ido a Madrid a pasar dos días. Era extraño, porque ni me sentía  habitante ni turista. Había un desequilibrio en mi estado de ánimo, un fouetté de ballet que acaba en torcedura de tobillo, una hostilidad latente e invisible, que se incrementaba al ver los maletines negros de las personas que van a trabajar, las prisas del que va a algún sitio, la mirada que se le echa al reloj y el suspiro que le sigue… que hacía que pensara que esa gente sí que tenía su sitio ahí. Igualmente, aumentaba con el bocadillo de calamares de los turistas en el sitio más caro de la Plaza Mayor, con las cámaras Nikon apuntando a edificios y estatuas, con la sevillanita de encima de la tele, y con un sinfín de cosas más. Pero hacía lo que podía.
                Como iba diciendo, había ido a pasar dos días, a casa de mi hermano. Por muy desubicada que me sintiera, con él, algo bueno siempre estaba asegurado, así que me tranquilicé un poco. Decidí que daría tregua a mis pensamientos, saboreando un buen café o una buena cerveza.
                El primer día, tenía que recoger mi certificado de notas. Tras bajar del autobús y hacer una breve parada en el cuarto de baño de la estación, me fui hacia la universidad. Iría a recoger un papel, probablemente el último. No era pena lo que sentía, era una sensación menos específica y que incumbía a toda la humanidad: no somos nada. Otra generación, un adiós que parecía verdadero y sentido el día de la graduación y que ahora era una indiferencia total y absoluta.
                Todo estaba igual. Los mismos profesores, el mismo movimiento, las mismas prácticas de las que acabas hasta los mismísimos. La partida de mus que nunca llegué a echar y el porro en las escaleras que nunca llegué a fumar. La misma acidez en la cara de las de secretaría y el mismo comportamiento estreñido. Salí de ahí lo más rápido que pude, no vaya a ser que se me fuese la pinza y esperara para entrar a hacer un examen de Orgánica II en el Aula D.
                Así que iba yo, con mi mochililla y mi bono de diez rosa, en busca de cervezas y cafés en buena compañía. Caminamos después, mi hermano y yo, hasta llegar al Templo de Devod y pudimos ver numerosos almendros en flor, que anunciaban una primavera próxima. De momento, quince grados y un día nublado. La tarde pasó sin pena ni gloria: él en el curro y yo mirando tiendas. Me compré unos vaqueros. Para mis costumbres, no está mal.
                Suena mi móvil. Lo cojo:
                -Hola, ¿ya has salido?
                -Sí. ¿Te apetece ir al cine?
                -¡Sí! Hace mucho que no voy. Estoy en Sol
                -Perfecto. Quédate ahí y cogemos el metro. Espérame en La Mallorquina.
                Miré mi bono rosa de diez. Quedaban tres viajes. Sabía que me tendría que sacar otro y que terminaría caducando y perdiendo el color y un día lo encontraría en algún cajón o bolsillo y no podría usarlo. Así eran los bonos rosas de diez.
                Los quince grados (y bajando) me estaban tocando un poco la moral, pero mi hermano no tardó mucho. Paloma (su novia) no estaba ese día, así que fuimos directamente al cine.
                -A ver si podemos llegar a la sesión de las nueve –dijo él. He visto una peli que creo que te va a gustar – concluyó, con un guiño.
                Yo, sonreía feliz, pero con un incontenible rugido de mi estómago:
                -Tengo hambre, Javi. ¿Qué te parece si compramos un cubo lleno de pollo del KFC?
                -¡Aaah, qué es eso! –dijo con admiración, al no haber oído nunca hablar de ello.
                Se lo expliqué y pronto estábamos dando bocados a esos pedazos grasientos, picantes y crujientes y rechupeteándonos los dedos, mientras caminábamos hacia el metro, puesto que hacía frío para hacerlo hasta el cine.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Simply the best

Me gasté no sé cuántas monedas en una cabina para saber qué tal estabas. (Lo jodido es que colgué en el primer tono y se quedaron todas dentro). No pensaba hacerlo, hasta que de repente comenzó a sonar en un chiringuito "Simply the best". Entonces recordé tu perfil derecho y me sentí de nuevo copiloto.

Las ventanillas bajadas, el sol, el aire, mi pelo y el tuyo y todo eso. Lo cierto es que me gustaba verte conducir y recuerdo perfectamente la primera vez que me subí a tu coche. Íbamos cinco más (Marta escondida como pudo) y no nos conocíamos. Ibas casi por mitad de la carretera y a una velocidad fuera de lo normal. Pasé miedo. Pero al mismo tiempo no podía dejar de psicoanalizarte. Te prestabas a ello. Tenías un gesto tan serio… y después me dijeron que conducías así siempre que te sentías mal.

Luego esa misma noche te me lanzaste.

Y pasé automáticamente a ser tu copiloto y descubrí tu lado feliz. Aquellas emisoras provincianas en las que de vez en cuando sonaba algún ‘hit’. Subíamos la música y te partías cantando "Simply the best".

Sólo espero que hayas encontrado copiloto mejor que yo, que sepa interpretar los mapas y que no te vea una última vez, con una lágrima asomando por el borde de tus gafas de sol.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Es inútil

                Berta se despertó, alzó la persiana y fue a la cocina. Abrió la nevera y de repente, escuchó unos ruidillos. Se quedó sin respirar unos momentos, para oír mejor. Se dio cuenta entonces de que eran sonidos similares a voces humanas. Le parecía algo extraño, así que de nuevo contuvo la respiración, para escucharlo mejor (cogió aire primero). Efectivamente, vocecillas humanas.
                Pero como aún no podía reconocer ninguna palabra, volvió a no respirar. Esta vez inspiró bien fuerte, con la intención de aguantar todo lo posible. Parecía que estaba intentando cortar un hipo, más que otra cosa. Escuchaba como unas voces extremadamente agudas y lejanas. ¿Sería un zumbido de sus oídos? Se los sacudió enérgicamente con los dedos.
               Se estaba cansando, tenía resaca y esas respiraciones tan irregulares y extrañas le estaban provocando más dolor de cabeza. Ya por fin, cogió una botella de agua (a lo que había ido a la cocina)y con respecto al asunto de las voces, dijo, bromeando y quitándole importancia, mientras miraba hacia dentro del frigorífico:
                -Son voces de otra dimensión
                ¡No estamos en otra dimensión, estamos aquí abajo! ¡Somos diminutos! Es inútil – dijo su madre.